Se
olfateaba una batalla. Todos estaban alerta. Beatriz Sarlo –una de las
intelectuales más prestigiosas de Argentina y una de las voces que más
duramente critican al gobierno kirchnerista- había sido invitada a participar
de 678: un programa emitido por la
televisión pública que, en los hechos, funciona como el principal brazo
del gobierno dentro del universo mediático. Que Beatriz Sarlo fuera a 678 era un evento que sólo encontraba parangón
en el terreno deportivo: era un duelo. Un Boca-River. Una contienda en la que
apenas había dos espacios: el de vencedor y el de vencido.
—No
tenía ese registro –dice ahora Sarlo-, hasta que empecé a ver que en Twitter
decían “¿dónde es la previa a lo de Sarlo en 678?”. Hablaban como si fuera un partido. Ahí intuí que lo mío era
más que una visita.
Sarlo
había aceptado ir al programa por una única razón: acababa de publicar un
libro, La audacia y el cálculo, que
hacía un exhaustivo análisis del aparato cultural kirchnerista y que –entre otras cosas-
la emprendía contra 678 diciendo cosas como ésta: "Es desagradable
visualmente, con un panel integrado por bizarros o pedantes, sin obligaciones
con el ritmo televisivo, sin beautiful
people, producido en el canal público. Es pura y dura propaganda ideológica".
—Acepté
ir por una cuestión, digamos, de ética del discurso –dice-. Si escribo sobre
ellos tengo que ir. Pero no iba con ningún plan.
Cuando
llegó vio que detrás de cámaras había periodistas de medios nacionales e internacionales,
y ahí terminó de entender la trascendencia del asunto. Entonces decidió no
hablar. Se concentró. En los minutos previos a salir al aire, Sarlo no quiso cruzar
ni una palabra con los siete panelistas que iban a enfrentarla en ese encuentro
aparentemente desigual. Tampoco los observó; evitó mirarlos. La razón era
puramente deportiva: Sarlo ve mucho tenis –juega cuatro veces por semana- y
sabe que los partidos se juegan en varios terrenos, entre ellos el de la
mirada.
—En
el tenis los jugadores no se miran: sólo lo hacen cuando se saludan al comienzo
y cuando termina el partido. Por lo tanto, cuando querés discutir con alguien y
sabés que la cosa viene a ganar o perder, no tenés que mirarlo. Tenés que estar
en lo tuyo.
Sarlo hizo lo suyo. Se acercó al piso
de grabación con un andar sereno, casi de western. Luego tomó asiento. Empezó
el envío. Pasados los primeros minutos y las presentaciones de rigor, el
programa –caracterizado por criticar el ejercicio periodístico ajeno- emitió un
informe sobre el supuesto
sesgo en la cobertura de los medios españoles en las movilizaciones que se estaban
realizando desde el 15 de mayo de 2011 en Puerta del Sol. Terminado el informe,
invitaron a Sarlo a opinar. Y ella dijo, en la cara de cada uno de los siete
panelistas, lo siguiente:
—Este informe sobre la cobertura de prensa es lo que opino de los
informes del programa de ustedes: son recortes en los cuales faltan las fuentes
y se repiten siempre los mismos mensajes. Es un picadillo de lo peor de los
medios, tratan de hacer creer a la gente que lo que pasa en España está siendo
trasmitido así. Les aseguro que leo todos los portales españoles de noticias y
hay varias perspectivas sobre Puerta del Sol.
De ahí
en más el encuentro empezó a complejizarse y a volverse incómodo. Sarlo –contra todos los prejuicios- no era una
intelectual de escritorio. Tenía eso que se llama “calle”. Y la calle terminó
de verse cuando Orlando Barone (un panelista y periodista que construyó su
carrera en varios medios –entre ellos Clarín
y La Nación- y que hace algunos años descubrió que
esos medios eran una basura golpista) avanzó con un discurso usual dentro del
programa:
—Uno
se siente más aliviado cuando en el lugar donde trabaja no hay que ocultar
crímenes de lesa humanidad –dijo Barone, en referencia al Grupo Clarín de
Ernestina Herrera de Noble, sospechada por la apropiación de menores durante la
dictadura-. En este canal no hay que pactar con sospechados de crímenes de lesa
humanidad. La pregunta es ¿se puede trabajar en...?
—Conmigo
no, Barone –lo interrumpió Sarlo como si espantara una mosca-. Conmigo, NO.
Barone vos trabajaste en Extra,
trabajaste en La Nación, aguantaste
hasta donde pudiste. Llamá a alguien de Clarín,
yo soy una columnista de La Nación y trabajo tres veces por semana en
radio Mitre, no voy a responder por esos medios.
Punto.
La
frase “conmigo, no” fue, desde ese momento, un vértice en la vida pública de
Beatriz Sarlo. Si bien Sarlo viene escribiendo y analizando el poder desde hace
décadas, lo cierto es que –de la mano de esa intervención- pasó de ser conocida
a ser famosa. Al día siguiente de ese cruce –en mayo de 2011- empezaron a
aparecer remeras con la frase “conmigo no”. Comenzaron a circular ringtones que reproducían esa línea en
los teléfonos celulares. Y se terminó identificando a Sarlo como uno de los
rostros más combativos e intelectualmente sólidos del universo opositor.
—Creo
que los de 678 no me conocían –dice
ahora, sentada en su oficina-. No calcularon que una intelectual de aspecto
académico pudiera comportarse como alguien con cultura de calle y de noche. No
les entró en la cabeza. Daban por sentado que entraba al estudio una especie de
aparato profesora de la
Universidad de Buenos Aires. Ellos hablan de mí como una
“señora de Recoleta”, barrio en el que jamás he vivido. Es interesante
cómo la gente devora sus propios mitos. Ellos fueron víctimas de su propio
imaginario, el imaginario con el que constantemente me hostilizan. Son zonzos.
No saben observar. No saben ni son capaces de saber quién soy yo.
La
oficina de Sarlo queda en el centro de la Ciudad de Buenos Aires. Consiste en dos ambientes
luminosos que reproducen el aura de las buhardillas parisinas: hay una
vista en alturas, hay una belleza reflexiva y hay un piso y varios muebles de
madera con esa porosidad que absorbe –y nunca expulsa- la luz. Sarlo construyó
este espacio varias décadas atrás, decidida a que el trabajo no entrara de un
modo evidente en su mundo privado. A su casa, dice, las personas van a tomar
whisky. Y a la oficina vienen a trabajar.
En
este departamento, desde 1978 y durante treinta años funcionó Punto de Vista: una revista cultural –dirigida
por Sarlo- que marcó una época y que estableció un canon antipático en el mundo
literario: si un escritor no era citado por Sarlo quedaba afuera de muchas
cosas. Y eso, que a Sarlo le generó varios rencores que todavía duran, era
aceptado como una ley marcial pues Sarlo era –es- una analista de formación
irreductible. Durante veinte años fue profesora de literatura argentina
contemporánea en la
Universidad de Buenos Aires; escribió veinte libros; dictó
cursos en Columbia, Berkeley, Maryland y Minnesota; fue fellow del Wilson
Center de Washington y fue profesora especial de Cambridge.
—Y
ahora me voy a Harvard. Tres meses. Voy porque me pagan y porque quiero usarles
la biblioteca. No sabés lo que es la biblioteca de Harvard.
Sarlo
habla y fuma, con boquilla francesa, unos cigarrillos Dunhill. Los compra de a
montones cada vez que viaja al exterior y luego los consume sin apuro. El modo
de fumar de Sarlo tiene algo que ver con su mirada. Sarlo es metódica,
pausada, analítica. Se toma el tiempo para hacer lo que –dice- en 678 no hicieron con ella: observar. Ese
ojo entrenado es, desde hace mucho, uno de sus mayores capitales: además de los
libros publicados, escribió durante cinco años una columna de crónicas porteñas
breves en la revista Viva de Clarín,
ahora escribe análisis políticos en La Nación
y el año pasado –por pedido de Pablo Avelluto, director editorial de Random
House Mondadori- publicó La audacia y el
cálculo, uno de los análisis más hondos de los modos de construcción propagandística
de Néstor y Cristina Kirchner.
Avelluto conoció
a Sarlo en 1987. En ese entonces él estudiaba Ciencias de la Comunicación y encontraba
en Sarlo una mirada interesante sobre –enumera- la cultura, los libros, la política,
el jazz, el cine, los Beatles y las vanguardias. La vio en persona cuando la
invitó a un pequeño programa de radio. Al que Sarlo fue. “Me llamó la atención
que a Beatriz le interesara lo que yo pensaba o leía, o los discos que
escuchaba –dice Avelluto-. Luego encontré en ella una suerte de antena para
descubrir, promover, discutir y pensar lo nuevo, lo diferente, lo que escapa a
lo previsible. Y el humor, un humor elegante y sofisticado, alejado del
melodrama del peronismo o la izquierda más tradicional. En cierto modo, Beatriz
nos enseñaba un modo diferente de ser de izquierda”.
Sarlo
se formó en los claustros, pero también en la calle. Creció en un hogar de
clase media antiperonista –padre abogado, madre docente-, pero a los diecisiete
años se anotó en la
Universidad de Buenos Aires y se fue del hogar. Era –dice
ella- la época: la única forma de construirse era romper con las normas éticas
de la familia. Había que irse para ser joven en serio.
En
esos años Sarlo se dedicó a dar clases de inglés y a trabajar en Eudeba, la Editorial Universitaria
de Buenos Aires. Vivía con poco: dormía en piezas y estudiaba en bibliotecas
públicas. En 1970 se fue a vivir y a trabajar a Trelew y fundó una filial de la Juventud Peronista.
Casi todos los miembros de esa Juventud Peronista entrarían luego en Montoneros
–la organización guerrillera identificada con la izquierda peronista-, pero
ella, al regresar a Buenos Aires, se apartó y se afilió al Partido Comunista
Revolucionario, fuerza maoísta que tuvo algunas coincidencias con Juan Domingo
Perón.
La
llegada de la dictadura impactó en Beatriz tanto como en muchos otros
intelectuales de izquierda. A la precariedad de la vivienda se sumó la falta de
trabajo –nadie, salvo el Centro Editor de America Latina, le dio un empleo en
esos años- y la clandestinidad. Empezó a vivir sin paradero fijo y sin teléfono,
y armaba parte de su análisis y su estrategia leyendo los diarios en el Pumper
Nic de Suipacha y Corrientes: un local –antecesor del Mc Donald’s en Argentina-
donde Sarlo había observado que no entraba la policía.
Llegada
la democracia, en 1983, pasó a una vida abierta pero con los mismos aprietos
económicos. Alquilaba piezas, vivía con poco, iba a hacer ejercicio físico
–siempre le gustó el deporte- al único lugar gratuito: el gimnasio del Hogar
Obrero. Su situación económica recién empezó a mejorar a medida que se fortalecían
las instituciones democráticas y había menos miedo. “Beatriz forma parte de un grupo de pensadores que aprendió a
respetar los funcionamientos democráticos –dice Jorge Fernández Díaz, secretario de redacción de La Nación, y amigo y editor de Sarlo-. Por eso, cuando veinte años
después el kirchnerismo vino a interpelarlos y a decirles que todas esas cosas
que habían aprendido eran irrelevantes o lisa y llanamente expresiones de la
derecha, es lógico que a Sarlo le haya molestado”.
Llegado
el kirchnerismo, en el año 2003 hubo una escena que marcaría un antes y un
después en la relación de Sarlo con el gobierno. Los Kirchner –principalmente
Néstor- habían llegado al poder hacía poco tiempo y querían escuchar la voz de
algunos intelectuales no peronistas. Julio Bárbaro –entonces jefe del Comité
Federal de Radiodifusión- había convencido al matrimonio presidencial de llevar a dos de
los pensadores más prestigiosos del país: Sarlo y el historiador Tulio Halperín
Donghi. Los Kirchner aceptaron.
Durante
el encuentro, Néstor Kirchner entraba y salía del salón –como cuentan que hacía
siempre- y decía frases como “las ideas son importantes”, mientras que Cristina
estaba en la mesa. Acababa de llegar de un viaje a Nueva York donde había
conocido a Joseph Stiglitz y Paul Krugman y estaba –dice Sarlo- “deslumbrada con
el primer premio Nobel que conocía en su vida y con la posibilidad de
vincularse con los medios académicos”. Sarlo y Halperín Donghi miraban todo con
escepticismo y curiosidad. Hasta que hacia la segunda hora del almuerzo, cuando
se entró de lleno en el tópico “derechos humanos”, las cosas empezaron a irse
de carril.
Cristina
Fernández dijo que, según ella, la
Argentina carecía de intelectuales y que esa falta se debía a
que entre los treinta mil muertos y desaparecidos de la última dictadura militar había una
generación de pensadores. Beatriz Sarlo, entonces, le advirtió que la Comisión Nacional
sobre la Desaparición
de Personas (Conadep) denuncia diez mil muertos y desaparecidos, y siguió:
—Creo
que el crimen es horrible, independientemente de que hayan sido diez mil o
treinta mil –dijo Sarlo-. Pero no podemos asegurar que entre estos
desaparecidos había grandes ideólogos. Simplemente no lo sabemos.
Desde
ese comentario, el almuerzo no volvió a ser el mismo. “Tulio, a este lugar no
vengo más” le dijo Sarlo a Halperín Donghi, una vez afuera de Casa de Gobierno.
Tiempo después, Sarlo supo –mediante amigos- que el disgusto había sido mutuo:
los Kirchner le habían bajado el pulgar, inaugurando formalmente un desagrado
que se fue polarizando a lo largo del tiempo.
—A
los judíos les mataron 7 millones de personas y nunca dijeron que se habían
perdido violinistas, físicos, escritores y filósofos judíos. No dijeron “acá
hay un hueco” ni lo midieron en función de la pérdida de talentos, y eso que
estamos hablando del asesinato mayor que hizo la humanidad. Entonces la idea de
que los miles de desaparecidos argentinos, además de haber padecido un crimen
contra la humanidad, establecen un hueco y que si no la política y la
intelectualidad argentina serían mejores… es una idea, por lo menos, incomprobable.
Típicamente criolla.
—Usted se refiere a esta
idea que tenemos los argentinos de que “podríamos ser geniales, lástima que…”.
—Y…
ese argumento tiene un aire argentino bastante autóctono. Por otro lado, hay
algo que tienen los Kirchner y que es muy curioso: creen que el mundo empieza
con su llegada. Como ellos no se ocuparon de los derechos humanos en la década
del ‘80, ni tampoco lo hicieron en los ‘90, creen que el momento en el que
ellos se ocupan es el “momento cero”, el comienzo.
—¿Es esa brecha entre la
historia personal y el discurso político de los Kirchner lo que la llevó a dar
esa respuesta en la Casa Rosada?
—Qué
sé yo… Quizás no fue la respuesta más inteligente de mi parte. Admitámoslo. Si
alguien quiere seguir sentado en esa mesa no hace una provocación sobre un
punto que a esas personas les parece central. Pero bueno: no tenía demasiado
interés en seguir sentada en esa mesa, tampoco.
Enciende
un Dunhill, da una única pitada y luego lo apaga: no fuma –dice- una sola
pitada que no tenga ganas de fumar. La facilidad con que Sarlo delimita su
deseo es llamativa. Jorge Fernández Díaz cree que ésta es una de sus principales
cualidades: “Ella vive con muy poco –dice-. Es frugal. Conozco poca gente tan temeraria
y tan tremendamente austera. No es vulnerable a los elogios y no necesita
demasiado para vivir. Ni plata ni premios. Sólo un disco de Bill Evans y un
buen libro. Sarlo es insobornable”.
***
Sarlo
posa para las fotos. Sobre la mesa de madera tiene lo mismo que tenía hace unos
días: revistas, libros, un mate. Sarlo dice que no quiere salir fumando ni tomando
mate: no quiere ser folclórica. Tampoco quiere hacer ninguna pose rara.
—Una
vez un fotógrafo del diario Perfil me
hizo un montón de fotos y a lo último me dijo: “¿Y por qué no te agachás, a ver
qué sale?”. Y me agaché y después eligieron esa: fue un bochorno. No tengo nada
que hacer agachada, hay una edad para cada cosa. Ahora la ponen en Perfil cada vez que me hacen una
entrevista.
Sarlo
cuenta la anécdota mientras Tomás Linch sigue tomando imágenes. Luego Tomás
deja la cámara y busca su móvil: quiere sacarle un último retrato con el
teléfono.
—Después
la subo a Twitter –bromea Tomás.
—Mejor
no, van a llenar el Twitter con frases como “vieja de mierda” –dice Sarlo.
No
queda claro si le importa.
***
Es
la noche, es un taxi. Sarlo fue invitada a un programa de debate político y le
enviaron un coche. Si no fuera por eso, Sarlo viajaría en colectivo o en subte:
siempre lo hace. El uso libre que hace del espacio público la pone en
lugares buenos (muchas mujeres muestran lo que Sarlo intuye que es una
“identificación de género”) pero también difíciles.
—Hay
algo que me provoca enorme sorpresa, y es el machismo ejercido por hombres y
mujeres. Porque las palabras “vieja”, “fea” y “de mierda” son permanentes –dijo
Sarlo días atrás, en su oficina-. Y no usan esas mismas palabras cuando tienen
que atacar a hombres. Lo que es notable.
—Da la impresión, en
relación a esto de “vieja”, que usted le da un peso ideológico a la idea de no
hacerse cirugías estéticas.
—¿Ideológico?
No. No es una cuestión de principios. Qué sé yo qué haría si viviera en Berlín
o en Ciudad de México… Pero acá, en este clima de transformación botóxica que
hay en Argentina, no.
En
el taxi, Sarlo lleva el cabello blanco acomodado en una raya al costado,
maquillaje espeso –se prepara sola para la televisión- y perfume. Baja del
coche con elegancia, pero sin los lugares comunes de la elegancia. Camina. En
el canal, en la sala de espera previa a los estudios de grabación, hay dos
pantallas de televisor con un discurso en cadena nacional de Cristina
Fernández. Sarlo ni la escucha.
—¡Sarlo!
–en la sala de espera alguien la reconoce. Es un desconocido. El hombre empieza
a hablarle de burocracia sindical y de izquierda marxista, y después pasa al
terreno más común:
—Me
acuerdo del día que estuvo en 678…
—Por
favor, ni lo mencione.
—Yo
hinchaba por usted, Beatriz. Mientras miraba tuve que dejar de comer.
Sarlo
es cortés: sonríe. Luego avanza hasta el piso de grabación y queda detrás de
cámaras, mirando la escenografía. Detrás de un panel hay sentados tres
invitados.
—A
esos gordos los conozco –dice Sarlo-. El gordito ése es ultra kirchnerista, es
del concejo empresario. El otro gordito no sé quién es. Y el tipo ése es un
ruralista que está bastante podrido de los Kirchner.
Minutos
después se acerca el conductor, Maximiliano Montenegro, y la saluda. Le explica
que durante el primer bloque van a hablar los tres señores y que luego tendrán
una entrevista a solas con ella. Sarlo asiente, se sienta fuera de cuadro,
cruza sus piernas finas y mira. Y escucha. En cuestión de minutos, en torno a
una discusión sobre la formación de precios en Argentina, los gordos empiezan a
pelearse como si fueran vedettes en el prime
time televisivo. La escena es entretenida, pero Sarlo no mueve un músculo del
rostro: mira. Y escucha.
—Si
hago un zapato cobro un peso y si hago cincuenta zapatos cobro cincuenta pesos:
eso es justo –dice Jorge Castillo, kirchnerista y dueño de La Salada, la feria de
productos ilegales más grande de Latinoamérica-. ¡Pero si tengo empleados
cobrando un sueldo fijo en vez de hacer zapatos se la pasan fumando en el baño!
—¡Castillo! -dice otro- ¿Usted dice que los trabajadores en blanco fuman en el baño? ¡Está echando por
tierra sesenta años de conquistas sociales, Castillo!
Sarlo
asiste
a la escena con sobrio deleite. Luego llega el corte, se van los gordos
y entra Sarlo con sus piernas finas. Montenegro la presenta como “la
intelectual
más crítica de Cristina y la intelectual más lúcida también”. Luego
empiezan
las preguntas, centradas –casi todas- en torno de la presión oficial
para que
haya una reforma constitucional que habilite a Cristina Fernández a un
tercer
mandato.
—¿Hay
kirchnerismo sin Cristina candidata en el 2015? –pregunta Montenegro.
—No
tengo la menor idea. Ellos se han quedado sin sucesor. Amado Boudou (el
vicepresidente, metido en un escándalo de corrupción) se enredó en los cordones
mal atados de sus propias zapatillas y la presidenta no tiene sucesión. Ahora
bien: el problema de que el kirchnerismo no tenga sucesión depende de los
errores del kirchnerismo. No hay que entrar en un falso debate. No soporto el
engaño discursivo. El kirchnerismo pretende que sea completamente estúpida y piense
que quieren reformar la Constitución
para introducir nuevos derechos cuando quieren reformarla para que Cristina
Kirchner sea reelecta.
—¿Y
Cristina tendrá resto para llegar al 2019? ¿Querrá? –pregunta Montenegro.
—No
sé. No hago hipótesis psicológicas ni personales: no lo hago con mis amigos,
menos voy a hacerlo con una presidenta. Y además no me interesa. Si ella quiere
ser presidenta aguantará o no, qué se yo.
Montenegro
le da las gracias y se despide de Sarlo, quien baja de la tarima con una liviandad
que no parece tener sólo que ver con su peso. Luego atraviesa el salón, saluda
a un senador que –rodeado de escoltas- da un paso al frente y la intercepta, y
se va.
—Todos
estos tipos nunca se mueven solos, viven con miedo –susurra segundos después,
cuando pisa la calle. Ahora cae una garúa fina sobre Sarlo pero ella no la
registra. Bajo la llovizna espera que llegue el taxi que le pusieron en el canal.
Vista ahora -mínima, a la intemperie- Sarlo remite a una escena que ocurrió
hace años: en el 2006, la fotógrafa Alejandra López la retrató de un modo inolvidable y bajo una lluvia
mucho mas fuerte. En la imagen se la ve a Sarlo de
cabello corto y sin paraguas. Mirando al cielo como si buscara –sin metáforas-
una respuesta concreta.
* Publicado en la revista YA del diario El Mercurio (Chile) en octubre de 2012.
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