Intenté robar una vez en mi vida y no
salió del todo bien. Técnicamente hablando, no fue un robo, sino un
hurto, dado que no ejercí violencia sobre persona alguna, ni fuerza
sobre ninguna cosa. Ese hurto no fue por necesidad, dado que era un pibe
que se criaba en el seno de una familia de clase media común y
corriente.
Mi breve e inocente paso por el mundo del
hampa se produjo a la edad de seis años y la víctima fue doña Inés, la
gallega de la panadería del barrio. Todas las tardes, mi vieja me
mandaba a comprar un cuartito de miñones para la cena y sólo una vez por
semana -los sábados a la mañana- me daba unas monedas de más para que
trajera facturas. Y a mi me podían los sacramentos de la gallega.
Pienso en ellos y juro que puedo olerlos,
sentir ese sabor de mezcla justa de grasa y dulce, el punto ideal de
una textura ni muy seca ni húmeda. Era capaz de hacer cualquier cosa por
esos sacramentos como los que nunca volví a probar en mi vida. A mi
vieja la amaba los sábados por la mañana y la odiaba el resto de la
semana por separarme del amor de mi vida: los sacramentos de la gallega.
Estudié el terreno. La panadería era
grande, con la caja registradora al fondo, y con un detalle que no era
menor: el escaparate de las facturas estaba a pasos de la puerta.
También evalué la oportunidad: la gallega no veía ni con los culo de
botella verdes que tenía por anteojos. El plan era sencillo y más que
obvio.
Durante días intenté animarme, dando
vueltas hasta que no quedaran clientes. Pero era imposible, dado que
cada vez que intentaba acercar mi mano a mi obscuro objeto de deseo, la
gallega se acercaba y me regalaba el bendito sacramento. Y yo no quería
que me lo regalen, yo quería robarlo.
Un buen día en que la panadería estaba
que explotaba, me animé, tome un sacramento, me lo guardé en el bolsillo
del pantalón y salí. Corrí como nunca. Huí por cuadras de la escena del
crimen hasta el baldío detrás del colegio. Metí la mano y saqué el
sacramento aplastado. Lo admiré brevemente, le saque las pelusas,
despegué un papelito de un caramelo y el boleto del 5, y me lo devoré.
La primera conclusión fue que era fácil
robar. La segunda, es que cuanto más quilombo había, más fácil se pasaba
desapercibido. Llegué a casa aun agitado, con el sacramento atravesado
en la garganta, y me encontré con mi vieja. Me puse blanco. Y es que a
esa edad uno no tiene bien en claro si las madres son videntes o nos
deschavamos sólos, pero la mía sí se dio cuenta y fue absolutamente por
mi culpa. Me había olvidado de comprar el pan.
Mientras mi madre me llevaba flameando
por la oreja hasta la panadería a pedir disculpas -y comprar el cuarto
de miñones buchón- tuve tiempo de pensar en la que me esperaba cuando
llegara mi padre. Ahí caí en la tercera conclusión: robar no era para
mí.
Una temporada de reclusión en la Unidad
Penal “Tu Cuarto” me curaron de espanto. Por si fuera poco, la cena era
una tortura. Bastaba pedir que me pasaran el queso rallado para que mi
viejo -que no me habló durante el tiempo de la pena- le dijera a mi
hermana “dáselo antes que vaya a robar a la fiambrería”. De más está
decir que el peor castigo me lo propinó la gallega. Nunca más me regaló
ni la cáscara del pan viejo.
Durante años no pude volver a probar un
sacramento. Lo veía en la mesa y me dolía la oreja -la izquierda- y
hasta podría jurar que volvía a avergonzarme como si la gallega Inés
estuviera desaprobándome de nuevo. Ya de grande, cada vez que me prendía
en la discusión sobre si el hombre es o no es malo por naturaleza -sí,
algunos de mis pasatiempos son puro vértigo- terminaba recordando mi
asalto a la panadería como ejemplo de que todo se reduce a la necesidad
de transgredir, sumado a la posibilidad y la oportunidad. Si a esos tres
ingredientes le añadimos un objeto de deseo, el resultado es obvio y
sólo nos frena el temor a la autoridad.
El concepto de “necesidad” lo dimensioné
recién cuando empecé a ganar el mango por mi cuenta. Ahí comprendí que
necesitar de algo es tan subjetivo como el poder adquisitivo al que
estamos acostumbrados. Suponer que la necesidad es solamente cuando no
tenés para comer, habla más de la suerte de nunca haber perdido nada,
que de una verdadera comprensión de la realidad.
Pasar necesidad es no tener lo que antes
tenías y que perdiste por no poder mantenerlo. Es caerte de tu estrato
social. Es la bronca de tener que vender el auto para pagar el alquiler,
mientras te achinás por comer arroz desde el día cinco y hasta fin de
mes. Es la calentura de tener que decirle a tus hijos que este año no
habrá vacaciones, ni colonia, ni quinta, y que mejor se hagan amigo del
turro del hijo de Gutierrez, que será un gordito agrandado, pero al
menos tiene una pelopincho en el jardín (al frente de la casa, obvio, no
vaya a ser cosa que no se note). Es, también, el enojo de empeñar todo
lo que te costó un gobelino comprar y, cuando ya entregaste la cámara de
fotos, la vajilla de la nonna y la bicicleta que nunca usaste, tener
que sacrificar el anillo que tu viejo te regaló a los 18 y que sabés que
nunca vas a recuperar.
El manejo de la bronca por la necesidad
en un adulto educado en una familia laburante, tiene algunas variables
que la mayoría encuadra dentro de esa fantasía que denominamos
“normalidad”. Se sigue adelante, a las puteadas o en silencio, pero
adelante. A la mayoría no se le pasa por la cabeza la idea de cometer un
ilícitio ni por justicia, salvo la clara excepción de quienes viven con
la suegra en casa y fantasean con las bondades de tener una boca menos
que alimentar.
Toda esta anécdota de terapia viene al
caso de las acusaciones frente a los saqueos, en este caso, en la
provincia de Córdoba. Que fueron armados, que todos los fines de año lo
mismo, que es la interna del justicialismo, que son todos unos negros de
mierda, que no robaban por necesidad porque los vimos cargando
televisores y equipos de música, que es el fantasma de Darth Duhalde
desde el lado oscuro de la fuerza y que habría que matarlos a todos.
Puede
que sean armados. La interna del justicialismo se vivió durante el
saqueo cuando Capitanich se cagó en la ley de Seguridad Interior y quedó
confirmada con el discurso de De La Sota, que habló como si hubiera
finalizado la Liberación de Argel y no como si hubiera resuelto un
conflicto salarial. Que todos los fines de año pasa lo mismo, también es
cierto, pero no desde siempre. Que son todos unos negros de mierda,
bueno, independientemente de qué entiendan algunos por “negro”, habría
que recordar casos tan lindos como el de “La banda de los chetos” o el
de la familia Puccio, para quien tenga ganas de hacer memoria.
El factor “necesidad” relacionado con
pasar hambre, también es discutible. Está claro que si los saqueos
fueran por hambre, no serían sólo para las fiestas, a no ser que se
trate de gente que come una vez al año. ¿Necesitan una tele? Al igual
que el resto de la sociedad, no. Los que podemos la compramos, los que
no, toman el camino de aguantársela o kirchnerearla. Otros, la inmensa
mayoría, podrían pagarla pero, al igual que los yankis en el apagon de
1977, o el chico del principio del relato, vieron la oportunidad y la
aprovecharon.
Lo cierto es que el saqueo de fin de año
se va convirtiendo una tradición argentina prenavidad. Los yankis tienen
el black friday, nosotros hacemos algo parecido, pero con descuentos
del 100%.
En el camino, nos queda otra vez la
imagen de una fuerza policial que no tiene otra forma de protestar. Si a
alguien se le ocurre otra medida de fuerza para un sector laboral que
no tiene permitida la asociación gremial, que chifle.
En lo personal, me interesa poco y nada
pensar en si hubo una mano negra que instó los saqueos. Me preocupa más
pensar en por qué preferimos echarle la culpa a fantasmas.
En Rosario, los intentos de saqueos de
fin de año ahora son provocados “por la guerra de narcos”, como si
combatir el narcotráfico no fuera también una responsabilidad del
Estado. El año pasado, no se les ocurrió la excusa. Con lo de Córdoba,
no faltó el que se apuró a decir que todo fue armado para desestabilizar
al gobierno.
Podríamos
dar por sentado que es cierto, que todo saqueo es instigado. Ahora, más
interesante sería preguntarnos qué onda con la cantidad de gente.
Porque si todos los saqueadores de los últimos años fueron instigados
por un dirigente con tanto poder de convocatoria, ese tipo no habría
sacado el cómodo tercer puesto en las últimas presidenciales.
Mi razonamiento es básico. No me preocupa
tanto el puntero que organiza saqueos. Me preocupa los pocos que le
obedecen y todos los que se prenden para reventar un comercio. Me
preocupa muchísimo más ver que nuestra cultura está tan hecha pomada que
si la policía desaparece por unas horas, una buena cantidad de personas
salen a correr. Algunos se llevan un kilo de pan, otros, sencillamente,
se guarda un sacramento en el bolsillo y sale corriendo. Solo para
joder.
Jueves. La oportunidad hace al delincuente. Y siempre nos dijeron que este es un país lleno de oportunidades.
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